Harlock despertó con un jadeo agudo, con el pecho subiendo y bajando con dificultad. El sudor se le pegaba a la piel, enfriándose rápidamente en el gélido aire de sus aposentos. Aún podía ver la inmensa extensión de arena que se extendía a lo largo y ancho y oír el chirrido de los mecanismos improvisados que impulsaban su nave insignia por el desierto infinito.

Pero algo era diferente.

La sequedad acre de su garganta había desaparecido, reemplazada por el inconfundible olor a sal. Un ritmo constante de olas golpeaba el casco. Parpadeó, con el pecho apretado. Eso no era posible.

Tambaleándose desde su litera, abrió la escotilla. La cubierta estaba resbaladiza por la niebla, el aire denso por la salmuera. El océano —el océano— se extendía hasta el horizonte en todas direcciones, la luz de la luna ondulando sobre la vasta y ondulada superficie. Se aferró a la barandilla, con la mente dándole vueltas. Había desaparecido. Ayer, había desaparecido. El barco se mecía suavemente bajo él, acunado por corrientes que no deberían existir. El abandonado casco, adaptado para arrastrarse por las dunas, ahora flotaba —no, navegaba— como siempre estuvo destinado a hacerlo. Con el corazón latiéndole con fuerza, Harlock se tambaleó bajo cubierta, con la mente fija en un solo nombre.
Breno.

El ingeniero había sido la razón por la que incluso tenían una flota que mover; su mente, la clave para reimaginar la maquinaria de los astilleros como recursos vitales para la propulsión en el desierto. Si alguien podía explicar esto, era él.
Harlock irrumpió en el camarote de Brennus y lo encontró encorvado sobre la consola de la nave, murmurando entre dientes. El tenue resplandor de los paneles de instrumentos le iluminó el rostro: ojos abiertos de par en par, manos aferradas a diales que ya no funcionaban como en el desierto.

—¿Brennus? —Harlock dio un paso adelante.

—Nos hemos desviado del rumbo —dijo Brennus con voz tensa—. La arena se mueve rápidamente; tenemos que ajustar nuestros vectores de propulsión antes del siguiente campo de dunas o... Harlock lo agarró del hombro.

—Brennus, detente. Mira a tu alrededor. —Los dedos de Brennus temblaron. Su mirada se dirigió rápidamente hacia la portilla, pero su expresión permaneció inalterada—. No tenemos tiempo para esto, Harlock. El frío temor en el estómago de Harlock se convirtió en certeza. Brennus no veía el océano. Seguía en el desierto. Sin decir una palabra más, Harlock lo arrastró a la enfermería.

Allí, los médicos ya estaban trabajando: docenas de tripulantes presentaban los mismos síntomas. Ojos vacíos. Murmullos de arena y calor donde solo había sal y rocío. Unos pocos comenzaban a recuperarse, parpadeando con una lenta y confusa comprensión. Otros se aferraban obstinadamente a la ilusión. Las pruebas realizadas por los médicos lo confirmaron pronto. Rastros de un compuesto desconocido en su sangre, una firma química que coincidía con los restos del arma biológica de la Plaga. Harlock tragó saliva con dificultad. Las implicaciones eran asombrosas.

Ayer, todos creían que el mundo había cambiado. Que el océano había desaparecido. Que la única salida era convertir los barcos en zancudos terrestres, cruzar un árido yermo donde antes prosperaba el mar. Pero había sido una mentira. Un espejismo tejido en sus mentes. La verdad, sin embargo, era igual de aterradora. El complejo de la Plaga había alterado la realidad, no en el mundo en sí, sino en su percepción del mismo. Y si una alucinación podía compartirse a escala global, ¿qué más podía hacer?

¿Qué haría a continuación?

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